Volar en el tiempo y descubrir paredes y muros que fueron y se resisten a dejar de ser; arcos y puertas que desaparecieron dejando un espacio vacío como huella de lo que la historia dibujó en sus siluetas, y aparecer en los atisbos de la Edad Media cuando religión y política fueron parte de la misma moneda, donde se confundieron los poderes terrenales con los del más allá y se olvidó aquella máxima divina «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
En tierras de la Bañeza, en la comarca del Eria, olvidado del presente, silencioso, callado, inquieto ante el abandono y la indiferencia, sigue, terco y resistente como la personalidad de la tierra que lo cobija, el Monasterio de San Esteban de Nogales; y surca los siglos la ciencia de la imaginación, al recordar a Sancha Ponce de Cabrera traspasar al Monasterio cisterciense de Santa María de Moreruela, allá por el siglo XII, el territorio de Nogales con todas sus pertenencias, para que, en sus tierras, se construyera otro monasterio al que llamarían Santa María de Nogales.
Y allí, rodeado de naturaleza y tranquilidad, al sereno sosiego de los pájaros cantando, de las nieves cayendo, del agua fluyendo y la frescura de la tarde refrescando el calor del mediodía según las estaciones, nació, creció y se desarrolló la vida de labor y oración de un mundo que traspasaba las fronteras que marcaban aquellos muros que hoy recuerdan lo que algún día fue.
La vida no se va, se queda, con sus luces y sus sombras, la vida siempre deja huella, en nuestros padres, en los suyos, en nosotros mismos, en aquellos que un día les conocieron, amaron o no,… al final, la esencia de lo que fue, siempre queda.
Más allá de las tristezas y alegrías, más allá de los temores y valentías, al final, el tiempo pone todo en su sitio, al final, la sonrisa vuelve a aparecer, al final descubres que nunca se fue del todo, porque, como el Monasterio de Santa María de Nogales, las cosas buenas, aquellas que forman parte de ti, no se desmoronan.