Silencio… silencio y frío, mucho frío… y al caer la noche, los humanos regresan a sus chimeneas cargadas de fuego, a sus hogares llenos de calor, a la tranquilidad acompañada de un atardecer que, de pronto, ha perdido todo resquicio de luz y se ha convertido en noche…
Silencio… y los ruidos del anochecer nocturno empiezan a narrar pequeñas sensaciones que cubren la tierra de cristales de agua, que el frío más gélido ha convertido en la purpurina helada que salpica los árboles que apuntan al cielo, y las rocas ancladas en la tierra, y deslizándose sobre una moqueta que se niega a desaparecer, la quietud del agua cristalina y transparente…
Y cuando todo eso ocurre, de manera sigilosa, disimulando entre el ulular del viento que se escapa, de vez en cuando, entre las desnudas ramas de los árboles, aparece un duende, y otro, y otro más…
Xanas y trasgos juegan al escondite, se persiguen entre risas y alegría, y patinan sobre improvisadas pistas de hielo que la temperatura ha esculpido para ellos…
Mientras los seres racionales descansan al abrigo de las mantas, las ilusiones de los que todavía creen en los sueños, campan a sus anchas en un paisaje coronado de estrellas, de luna, y, de vez en cuando, de nubes que descargan pedacitos de ternura convertida en la suavidad más fría.
Las horas transcurren en la algarabía más sigilosa de las travesuras más mágicas, y cuando el gallo empieza a cantar, el toque de queda marca el principio de un nuevo día.
Un nuevo día al que despertar con el recuerdo de aquel sueño que no recuerdas, pero que debió ser bueno, pues todavía te hubieras quedado en los brazos de Morfeo un ratín más…
Un nuevo día que esperará la noche de un reino mágico en el que todo es posible: León.