Remontando la alegría chispeante del río Curueño montaña arriba, entre curvas y altitudes, se alcanzan paisajes cargados de encanto, de puentes cruzando, desde el aire, la fluidez corriente de un agua limpia y cristalina.
Recorriendo la carretera que dirige al impresionante Puerto de Vegarada, en algún lugar a la vera del mismo río, hay una cascada que precipita su frescura entre las rocas, y poco más allá un desvío que se dirige a las nubes, comienza la pendiente, continúan las curvas, se contemplan los paisajes, y en el momento menos pensado aparece, donde parece imposible, la vida de un pueblo que no tiene miedo ni al frío ni a las alturas, ni a la nieve ni al sol, ¿cómo se le ocurrió quedarse ahí?
Valdorria es caprichoso, se enamoró de la panorámica, del aire limpio y la vida sana, y se negó a renunciar a ello por cuestiones supérfluas de comodidades o modernidad, ¿acaso las montañas tienen precio?
En algún lugar de la montaña, en tierras de la misma «ensoñación» que algún caminante descubrió casi rozando el cielo, allí donde las tentaciones escasean porque todo el entorno tiene la esencia del mismo Creador, encaramada sobre la roca, alejada del mundanal ruido, está la ermita de San Froilán, la que cada año espera la peregrinación cautelosa de la tradición hecha romería, y la que hoy, ahora, en este momento, descansa tranquila, desde su atalaya particular.