Dejar fluir el agua, río abajo, como ha pasado desde siempre, y con el mismo discurrir, evitar atragantar el dolor, diluirlo en la paz del sueño y dejar el alma volar…
En algún lugar, alejado del tiempo y el olvido, resguardado en el corazón de los buenos momentos, está el espíritu de aquellos seres que anidan en el alma para no marchar jamás, como el murmullo de las gotas unidas, convertidas en balsa, riachuelo, lago… que siempre escucha a hurtadillas los pensamientos de quienes merodean por sus alrededores, sincerándose con el aroma eterno del agua fresca, rumiando arreglos que hacer, soñando con bonanzas por venir, añorando aquellos amores que ya no se pueden abrazar con el cuerpo…
En algún rincón remoto de la escondida Cabrera, al suroeste de la provincia mágica con nombre de felino, las casas de piedra, pizarra y madera añeja, callan gritando recuerdos, y los árboles crecen salvajes en las profundidades de la naturaleza indómita de los tiempos; las lenguas se trenzan entre fonemas de idiomas vecinos, y los vocablos se tornan autóctonos, como el tono, como el acento, como la sombra verde de esa ribera, que luce feliz, ante la pequeñez alegre y traviesa de ese momento que ha quedado tatuado en el alma, para siempre.
Y en lo recóndito de sus paisajes, en lo profundo de la Cabrera, se hallan pequeñas cascadas salpicando el mundo de magia, y lagos azucarados con los colores de los sueños, rumores celtas e íberos, romanos… lejanos en el tiempo, más allá de lo que ha quedado escrito en las piedras y nuestro lenguaje… y así, como el aire que no se ve pero revuelve el pelo recién peinado, así queda el amor cuando el cuerpo ya no está: queda en los recuerdos, en los sueños y en las lágrimas que escapan a veces, cuando el cuerpo se revela contra esa ausencia obligada; queda en el aliento vibrante de la vida que está en ti, que está en mi; en los momentos compartidos, en lo más íntimo y personal, allí queda… como los sueños, como los paisajes, como los aromas y bisbiseos de una naturaleza que habla de paz.