Sumergido entre algodones de un cariño peculiar, está el paisaje de un recuerdo muy difícil de olvidar.
Escondido al aire libre entre sensaciones y detalles, hay un lugar cargadito de lugares, de pequeñas patrias a caballo entre ilusiones y esperanzas, rodeadas de curioso anonimato nominativo, cada cual con su nombre, con la historia de una estirpe acostumbrada a la belleza, de tal manera, que desconoce el valor que su genuina esencia conserva en cada detalle.
Admirada desde lejos, está la silueta de una dama de alta alcurnia y sencilla apariencia, con sus curvas y sus alturas, con sus profundidades y tatuajes sorprendentes, a veces, inesperadamente frescos, otras, sugerentes, ardientes.
Querida desde la libertad y el frío, amada por sus bellos amaneceres, por sus intensos atardeceres, por las estampas cargadas de infinitud en sus noches estrelladas, está la tierra de tantos que la admiran desde lejos, como a las mismas estrellas, deseando tocarla, acariciar su brillo, y el fulgor del astro rey esas mañanas de verano, cuando Lorenzo domina el cielo y no hay nube que se interponga entre las cigarras que cantan escondidas en los campos y el dominio de su fuego incandescente.
Sumergida, escondida, admirada, amada, está una provincia llena de castillos, y puentes, de monasterios e iglesias que hablan de un pasado poderoso y novelesco; hay una tierra recorrida por las sendas del Camino de Santiago, alimentada por el olvido de muchos y por el amor de muchos otros…
Allí, aquí, al noroeste de una península al sur de Europa, está la tierra mágica de los astures, de los trasgos y las xanas, y de esos sentimientos tan, tan… auténticos, que plasmarlos por escrito sería vano intento, pues, como diría Pascal «hay razones del corazón que la razón no entiende», ¡y qué razón tenía!
Damas y caballeros… ¡Bienvenidos a León!