No puedo evitarlo, lo reconozco, no puedo.
Bueno… no puedo… ¿o no quiero? Igual es que no quiero, puede que me guste más mirar la vida desde esta perspectiva maravillosa que, conservo en esa inocencia infantil que, de vez en cuando merodea en mis rincones.
Eso, eso es: no quiero. Prefiero creer en los imposibles que un día, para sorpresa de uno mismo se vuelven posibles, porque imposible no hay nada, querido mío, querida mía, todo es cuestión de creerlo, de creerlo con tanta fuerza que salga disparado desde el pecho hasta el infinito…
¡Y es tan lindo! Sí, sí, lo es: mirar atrás y darte cuenta de que ya pasó, lo malo ya pasó, y… ¡prueba superada! ¡Arriba!¡Muy arriba! ¡Hasta el cielo! Para abrazar a quienes uno ama, ¿verdad? Para dedicarles la mejor de las sonrisas, la más dulce de las miradas, y esa combinación fantástica de picardía y buen humor que contagia al más triste de los humanos.
Ser feliz, a pesar de los pesares que tanto pesan, a pesar de echaros tantísimo de menos, porque ser feliz forma parte de una promesa, ¿verdad? de un juramento que hay que cumplir; ser feliz para no cambiar nunca, para caminar por Cifuentes y volver a ver tu mirada en cada estrella que brilla en el firmamento, amor mío; ser feliz por ver esa preciosa luna iluminar el cielo más oscuro, y durante el día, bailar con las mariposas de colores, pasear por los lares de la Bañeza y respirar aromas de romero y orégano, ver los espinos en flor al llegar la primavera, y escuchar a las damas de metal llamando a misa los domingos, como antaño, querido músico de las alturas, como siempre, con ese amor tan grande que no cabe en las palabras.
Ser feliz, ser feliz, ser feliz… Siempre ser feliz, porque no puedo evitarlo, querido León.