Archive for diciembre, 2009

Esta noche es Noche Vieja

Cae la tarde y se acerca la medianoche, cuando unas campanas sonarán a lo lejos anunciando la llegada del nuevo año… un año más para los campos y los bosques, para los ríos y las montañas… un nuevo año para la Pulchra leonina y el mozárabe San Miguel de Escalada, las pallozas bercianas y las romanas Médulas,…

El nuevo año traerá consigo una celebración diferente, un aniversario que rememora tiempos de gloria y majestad, de riqueza y señorío en unas tierras que siguen tan vivas como lo estaban hace más de un milenio…

Y escurridizo entre los segundos que pueblan su tiempo, se escapa el 2009, dejando huella en quienes lo hemos vivido, y se aleja lentamente con una sonrisa en los labios y la mirada de un hasta siempre en los recuerdos que nunca morirán, y casi sin dejarnos caer en la melancolía, avanza alegre el Año Nuevo, prometiendo bienaventuranzas y felicidad para quien haga el bien sin mirar a quien, y las calles y las casas se llenan de felicitaciones y llamadas telefónicas de quienes están lejos y cerca a la vez, de quienes no olvidan a los amores de su vida aunque libren su batalla personal contra esa odiosa distancia que separa el cuerpo, mas no el alma…

Este año, mi querido León te toca a ti, te deseo todo un año de gloria y majestad, de respeto y libertad, de amor y perdón; deseo que las uvas de tus viñedos lleguen a cada plato de cada casa esta noche, y que al sonar la última campanada transformen nuestros deseos en realidad a lo largo del mágico 2010.

Feliz Año Nuevo, León, Feliz 1100 aniversario.

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La grandeza de lo pequeño

Mi mágico León: iglesia de Villarmún del siglo XII, cerca de San Miguel de Escalada, en la provincia de León.

La grandeza de lo pequeño

  

Había pasado muchas veces por allí contemplando desde la carretera la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, hasta que un día, nos detuvimos en Villarmún y fuimos a visitar a Félix.  

Mientras mi padre hablaba con su querido amigo de la mili, yo me distraía escuchando su conversación y sus risas, mirando furtivamente la pequeña iglesia. Cuando volvimos al coche, le pregunté por ella y me contó que se trataba de una iglesia muy importante del siglo XII, tal y como reza el cartel a la entrada del pueblo.  

Como ocurrió con San Miguel de Escalada, en aquella ocasión tampoco podía dar crédito al poco caso que se le hacía a aquella construcción tan antigua y que transmite tanto con sólo mirarla, y un tiempo más tarde, decidí sumergirme en el mar de la historia y buscar, indagar, observar y descubrir lo que Villarmún te enseña en cada uno de los detalles que adornan la majestuosidad del románico escondida en una aparente sencillez.  

La pequeña construcción combina con naturalidad elementos de estilos tan diferentes como el visigodo y el mozárabe, el románico y el gótico. En ella perduran restos del siglo X, cuando perteneció al vecino monasterio benedictino de San Pedro de Eslonza.  

Retrocediendo en el tiempo algo más de un milenio, nos vemos transportados a un mundo de señores feudales, de abadías y fieles que debían obediencia a sus señores, y así, próximos en distancia y coetáneos en tiempo, se encuentran las huellas de los monasterios de San Miguel de Escalada y San Pedro de Eslonza, ambos reconocidos en documentos que datan del año 913… No es difícil imaginar cómo debía ser la vida de quienes poblaron sus tierras con la simple visión del terreno que envuelve sus piedras y los detalles que ellas mismas desvelan.  

La iglesia de Villarmún pertenecía al monasterio de San Pedro de Eslonza, apenas tres kilómetros más allá, por lo que sus dimensiones nunca fueron extremadamente grandes, pero es precisamente esa pequeñez la que acumula testimonios sin igual de escultores, arquitectos, pintores y fieles que regalaron su arte a las generaciones venideras sin ni siquiera sospechar que ahora seríamos nosotros quienes podríamos deleitarnos con su talento; y así, recorriendo la geografía de la pequeña iglesia, encontramos en su interior la antigüedad de un arco de herradura irregular de clara influencia mozárabe, sosteniéndolo, dos columnas coronadas por sendos capiteles que no debemos pasar por alto, y sobre el arco, impregnando la pared, un fresco que fue descubierto en la última restauración y aún no ha sido datado.  

«Los pequeños detalles marcan las grandes diferencias», me dijo alguien una vez, y es cierto, muy cierto, porque… si prestas atención y fijas tu mirada en los capiteles de las columnas del interior de la iglesia, descubrirás motivos vegetales en una de ellas y curiosos animales mitológicos esculpidos en relieve: una arpía o sirena que corresponde a una mujer con cuerpo de ave; un grifo, con cabeza, pico y alas de águila y cuerpo de león; y un basiliso que difícilmente se llega a diferenciar con claridad.  

Al fondo, subiendo tres pequeños escalones, tras el arco de herradura, la capilla, y en ella un retablo del posterior barroco.  

Este pequeño lugar esconde más de lo que parece… oculto tras el retablo, el ventanal de óculo en el que se encontraba una hermosa lámina circular labrada por una cruz paté rodeada de cuatro hélices. La cruz paté, tan usada por los monjes templarios, permitía a los rayos del sol penetrar en el interior de la iglesia desde su salida hasta las primeras horas de la tarde, proyectando sobre el fondo de la misma, la señal de cristiano. Aunque ha cambiado su ubicación, todavía podemos encontrar la lámina de piedra labrada por la cruz en el interior.  

La primera vez que me acerqué a contemplar la iglesia de Villarmún, desconocía toda esta información, y lo cierto es que no entré, así que no pude imaginar lo que todavía tenía que descubrir, pero desde el exterior, discreta sobre la colina que se alza como atalaya junto a la carretera, también muestra lo singular de sus detalles sin hacer especial alarde de ello.  

Si te paras a observar de cerca los modillones y canecillos del ábside encontrarás algo tan curioso como una pareja, un hombre comiendo, otro tocando un instrumento musical, una mujer, un niño en posición fetal, un hombre apoyando su espalda en un tonel, un soldado con una lanza… y al contemplar las pequeñas imágenes soportando el peso de los años, me pregunto: -«¿qué deben querer decir?»- y no lo sé, pero sea como fuere, no deja de ser muy curioso.  

La torre del campanario en forma de espadaña, aunque ya es del siglo XVIII, sigue teniendo algo que a mi parecer resulta muy curioso, ya que, al desaparecer la escalera que llevaba al campanario, se colgaron dos cadenas que penden de lo alto y tirando de ellas se tocan las campanas.  

Villarmún es un pueblo pequeñito, casi diría que escondido en medio del camino, sencillo y discreto, pero… ¿sabes qué? está cargado de antigüedad e historia, y a mí la arqueología me gusta… ¿nos convertimos en Indiana Jones y vamos en busca del «Templo Bendito»?

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En la tierra de Baco

Sabrosos productos de Valdevimbre

Sabrosos productos de Valdevimbre

A penas 22 kilómetros al sur de la ciudad de León, siguiendo la Ruta de la Plata, en el Páramo, vive, escondido entre las bodegas-restaurante de Valdevimbre, Baco.

Baco o Dioniso, tal y como los antiguos griegos llamaban al dios del vino, encontró el lugar perfecto para postrar su nueva morada, cuando el Abad Balderedo procedente de tierras musulmanas, allá por el siglo X, decidiera establecerse en tierras de Val de Vimen dando vida al monasterio de Santiago o Santa María de Val de Vimen.

Al igual que el cordobés Abad Alfonso fundador de San Miguel de Escalada, el Abad Balderedo fundó, junto a los religiosos que le acompañaron en su caminar hacia tierras norteñas, un monasterio en el que vivir siguiendo la orden de San Benito, cuyo lema reza: «Ora et Labora»; así, con el trabajo continuo de la congregación benedictina, el paisaje de viñedos de uva Prieto-Picudo empezó a reinar en una llanura que continúa llevando la vid como corona.

Aquella zona que había sido habitada durante la Edad de Bronce, aquel lugar que habitó la tribu de los Omaicos astures, aquel rincón que atravesó en tiempos remotos la Legio VII romana de camino a Astorga y recorrió algún musulmán en busca de gloria conquistadora… aquel sitio empezó a tomar forma cuando la comunidad religiosa se estableció en sus tierras, y las gentes acudían a habitarlas buscando protección y amparo a cambio de servicios y trabajo. Pronto, fueron muchos los donativos que recibió el monasterio por parte de la nobleza y realeza leonesa, tanto que el 18 de enero del 918, el propio rey Ordoño II confirió al territorio la categoría de feudal, quedando el pueblo sometido a obediencia al abad y el monasterio.

Tan dilatada tradición vinícola hace que penetrar en las entrañas de la tierra a través de una de sus cuevas-bodegas sea una experiencia inolvidable en muchos sentidos.

Excavadas en la tierra, las Cuevas, evocan la imagen del paisaje lunar de la Capadocia turca, con sus ciudades excavadas en la roca. En Valdevimbre, se trata de bodegas y restaurantes a la vez, un lugar en el que disfrutar de los más suculentos platos leoneses tradicionales, y así poder degustar antiguas recetas basadas en los productos de la tierra: el bacalao al ajo arriero, el cocido en pote, las sopas de ajo a la cazuela y todo tipo de asados, picadillo, chorizos caseros, al vino, a la sidra… jamones curados al humo (al estilo leonés), pimientos asados, tortilla guisada, callos, mollejas… y para los más golosos la rica repostería a base de bollos de manteca, arroz con leche y flanes caseros durante todo el año, y en carnaval, flores y soplillo; en abril, roscas de Castilla; por Pascua, tostas; en septiembre, por San Miguel, los miguelines y en noviembre, para Todos los Santos, las dulces orejas… todo esto acompañado por una copita de tostadito o aguardiente de la zona…

En la tierra de Baco y Dioniso, en los lares de Valdevimbre, el paladar, la vista y el olfato se deleitan con los sabores, colores y olores de la propia tierra.

Me ha entrado hambre, ¿vienes comer conmigo a alguna de sus Cuevas?

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Tras las huellas de la Orden del Temple

Castillo de Ponferrada

Castillo de Ponferrada

En el corazón de la comarca del Bierzo, enclavada en un entorno verde de belleza singular, hecha de piedras, historia y vida, se encuentra la bella Ponferrada, y entre sus calles empedradas en gris y el azul de sus tejados, entre sus flores y sus arbustos, encontramos, sobre la colina junto al río Sil, elegante y firme, el Castillo de los Templarios.

El viejo castillo, como si de un árbol se tratase, empezó siendo pequeño, como una semilla, siendo, por aquel entonces, un castro prerromano; pasaron los siglos y aquel lugar se transformó en ciudadela romana, siendo asolada en el siglo IX, hasta que, dos siglos más tarde, fue reconstruida y fortificada.

Si dicha construcción no tuviera más historia, seguiría teniendo ese halo de misterio que traen los siglos consigo, mas, alimentado por los fragores de la historia, el Castillo de Ponferrada absorbió ese carácter mítico que relaciona lo humano y lo divino.

En 1118, nueve caballeros franceses crearon La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo con el objetivo de proteger la vida de aquellos cristianos que viajaban a Jersusalén después de su conquista tras la Primera Cruzada. Once años más tarde, tras el reconocimiento oficial de la Orden por parte de la Iglesia Católica, los Caballeros del Temple aumentaron en popularidad, número y poder; y así, en el siglo XII, los reyes de León donaron Ponferrada a la Orden con la misión de defender a los peregrinos que pasaran por el territorio.

Admirando la belleza de la fortificación sobre el promontorio puedo imaginar fácilmente aquella vida de rezos y espadas, aquellos monjes militares que distan mucho de los que conocemos en la actualidad, con sus mantos blancos y las cruces rojas adornando su blancura, con sus escudos y cofias de malla metálica, saliendo al galope a recorrer los caminos que conducían a los peregrinos hacia su Santo Patrón.

Aquellos caballeros, considerados Conservadores del Santo Grial, con el paso de los años fueron acumulando riquezas y poder: aquellos que batallaban en las contiendas formaban parte de una de las unidades militares mejor entrenadas; aquellos que no combatían gestionaron la Orden con nuevas técnicas financieras similares a las de los bancos en los que hoy guardamos nuestros muchos o pocos caudales.

Y en aquel mundo de batallas y guerras constantes, de peregrinos y soldados, de monjes y campesinos, el castillo adornaba el paisaje con bella silueta militar.

Rodeado por el foso, cruzando el puente levadizo que te invita a recorrerlo, atravesamos la doble línea de murallas y torreones circulares adornados por almenas y unidos por un arco de medio punto, y penetramos en su interior; allí, una pequeña ciudad callada nos cuenta historias grabadas en silencio en las paredes del palacio o casa residencial, con su sala rica, el mirador, la capilla y la bodega, las celdas, el salón, las caballerizas y  los patios. La torre del homenaje, junto al patio de armas, conserva una bonita inscripción en latín «Si el Señor no protege la ciudad en vano vigila quien la guarda».

Dos siglos más tarde, ambición, envidia y ruindad capitaneadas  por el rey Felipe IV de Francia presionaron al Papa Clemente V hasta conseguir la disolución de la Orden en 1312, cuando el castillo pasó de nuevo a manos de la Corona de León.

Han pasado ya muchos años desde que muchos de sus miembros fueran vilmente quemados en la hoguera, pero el espíritu de aquellos valientes caballeros que velaban por la paz y el bien común, sigue vivo en los escudos y blasones, en el alma y la silueta del Castillo de Ponferrada.

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Un cuento de hadas

Perspectiva de frente del Palacio Episcopal de Astorga

Perspectiva frente del Palacio Episcopal de Astorga

Érase una vez un príncipe que galopaba en su blanco corcel; érase una vez una princesa que anhelaba ser rescatada; érase una vez un arquitecto, érase un palacio, érase y es el Palacio Episcopal de Astorga.

A finales del siglo XIX una ciudad fue  hechizada  con la magia de un deseo, con el sueño de un hechicero que convirtió la piedra en fantasía: Antoni Gaudí.

Dicen que Gaudí fue arquitecto, un hombre de fe, dicen… ¡tantas cosas dicen!… para mí Gaudí es un mago, el mago que cumplió el deseo que muchos no habíamos pronunciado… y es que… salpicando de magia la geografía, sin más pociones que la de su imaginación e ingenio, plasmó en papeles y más papeles los dibujos que aparecían en su mente, y así, con el discurrir de los años, fue creando maravillas: el Parque Güell y la Casa Batlló,  la Pedrera y La Sagrada Familia… Los Caprichos de Comillas, la Casa Botines, y una maravilla de cuento de hadas en Astorga.

Al contemplar aquel lugar, aparecen en la mente historias de castillos encantados, de caballeros y princesas, de dragones y rosas, de espadas y escudos… en contraste con el entorno que lo rodea, aquel fortín tiene un halo de misterio que envuelve el granito blanco de sus muros y las tejas de pizarra de sus capirotes, y así, como si de un espejismo se tratase, aparece el Palacio en las alturas, rodeado por un foso como narran las viejas historias medievales, y no lo es, no es medieval, pero cuando de soñar se trata, eso es lo de menos.

Te invito a observarlo, te invito a visitar el Museo de Los Caminos que su interior alberga, te invito a recorrer el Camino de Santiago y pasar junto a él, te invito a conocerlo, ¿vamos?

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Sueños de piedra y agua

Mi mágico León: en las profundidades de la tierra, en la vega bañada por el río Torío, en el ayuntamiento de Vegacervera, en Valporquero, León: Las Cuevas de Valporquero.

Cuevas de Valporquero

En las profundidades de las montañas, al norte de la ciudad de León, en el interior del  valle encantado que acompaña al río Torío en su descenso desde las escarpadas, se encuentra el municipio de Vegacervera, y junto a él, Las Cuevas de Valporquero.

A más de mil metros sobre el nivel del mar, resultado del perseverante trabajo conjunto de aguas y roca caliza, sumergido en una oscuridad brillante, hay un mundo de fantasías hechas piedra, de sueños en forma de estalactitas y estalagmitas recorriendo un universo de paredes húmedas, curvilíneas y auténticas.

Recuerdo el frío y la humedad, siempre por debajo de diez grados, las suavidad de sus muros resbaladizos y la inmensidad de una gruta que no deja de adentrarse en un mundo de sueños; y así con el discurrir de los milenios, han dado forma a una ciudad sumergida en las profundidades de la tierra dando lugar a grutas y pasadizos casi tan antiguos como la vida misma, con más de un millón de años a sus espaldas… y el agua y la piedra siguen trabajando con la misma perseverancia, sin prisa pero sin pausa, y al entrar, te ves inmersa en un paseo por el alma de la tierra en forma de colores rojizos y blancos adornando sus paredes en la sala de Las Pequeñas Maravillas, seguida por  La Gran Rotonda, donde unas puntas de flecha naturales penden del techo amenazantes, por si a alguien se le ocurriese dañar su belleza innata; algo más adelante, la sala de Las Hadas… la naturaleza sigue esculpiendo su belleza inanimada dando rienda suelta a la imaginación, donde tal vez las almas más inocentes puedan descubrir las ninfas que la pueblan, y El Cementerio sorprende con mogotes petrificados… y un Fantasma aparece por sorpresa dibujando una mueca en su rostro blanquecino… y como si de una metrópolis se tratase, aparece la Gran Vía, estrecha, llena de colores impregnando sus muros… ¡qué maravilla! como si de un pilar se tratase, la Gran Columna se cruza en tu camino, uniendo cielo y tierra, techo y suelo, demostrando, una vez más, que allí dentro no hay ostilidades, que la unión hace la fuerza.

La visita parece haber llegado a su fin, pero como colofón final, un lugar lleno de luz y color, de apariciones multiformes cubriendo su espacio… y discreto y silencioso, bello en su sencillez, el Lago de las Maravillas… ¿Cómo olvidarlo?

Aquel rincón tan escondido, tan conocido para tantos y tan desconocido  para otros muchos más, tiene algo especial, algo mágico, algo ancestral que se clava en la memoria y se hace inolvidable.

Te regalo un recuerdo, te regalo un sueño, te regalo las fantasías que un día imaginaste, hechas realidad.

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En el País de los Hórreos

Mi mágico León: en el Valle de Valdeón, en el Parque Nacional de los Picos de Europa está Santa Marina de Valdeón y sus hórreos. León. Turismo

Mi casita junto al mar

  

Rodeado de montañas y envuelto al abrigo de la Cordillera Cantábrica, conservado en el tiempo con sus cumbres nevadas y el verde brillante de sus plantas en verano, el Valle de Valdeón, se resguarda de la mediocridad, albergando en sus confines la belleza de unas montañas que adornan majestuosas el paisaje, dando nombre al Parque Nacional de los Picos de Europa.  

Un día, rebuscando en mi memoria, encontré, al mirar una fotografía, la imagen de una casita que se sostenía sobre cuatro pequeños pilares. Era tan sólo una niña cuando me encontré con aquella construcción tosca y sencilla, y… ¿sabes qué? me encantó: era pequeña, como yo, y tenía una puertecita pequeña, sin ventanas, y una pequeña pasarela en su exterior que la rodeaba y hacía funciones de balconcito asomado al mar… habíamos ido a pasar el día a Santander, y en algún momento del viaje encontré aquel lugar mágico. Estoy segura de que si las personas que me acompañaron aquel día leyeran este escrito, probablemente no creerían que lo recuerdo, pero sí, me acuerdo, y no sé si potenciado por la imagen que se refleja en aquella fotografía de mi infancia, quedó muy vivo en mi recuerdo.  

Pasaron los años, y un día, volví a dirigirme hacia el norte, esta vez hacia los Picos de Europa, y cuál fue mi sorpresa cuando, atravesando el Valle de Valdeón, recorriendo los encantadores pueblitos que se cruzaban en mi camino, casi sobre la carretera, encontré un señor hórreo, mi casita mágica frente al mar, que esta vez, había tomado una forma más austera, más seria, había puesto su morada en un mar de verdes praderas y altas cumbres y había cambiado su nombre, pasándose a llamar: Hórreo.  

Y después de aquel hórreo apareció otro, y otro, y otro más, ¡aquello era el paraíso de los hórreos!  

Como iba acompañada, no pude detenerme a contemplar todas aquellas edificaciones, graneros para ser más exacta. Graneros que remontan su existencia a tiempos antiguos; unos más nuevos, otros más añejos, todos transportándome a un tiempo en el que la vida humana que habitaba el Valle vivía únicamente de los frutos de la tierra: animales, plantas salvajes, cultivos… y los oriundos del lugar, para evitar que el resultado de su duro trabajo fuera pasto de los ratones y demás roedores, construyeron sus propios castillos protectores de grano.  

Es un elemento especial, ¿no te parece? que si es de origen celta, que si es romano, que si es anterior… sea como fuere, sé que, contemplando un hórreo, te ves traslado a otros tiempos.  

Me voy a dar una vuelta por el pasado montañés, ¿me acompañas?

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Buscando oro

Las Médulas

Las Médulas

¿Alguna vez te han regalado un paseo por el patrimonio? a mí sí.

Hace algunos cumpleaños, cuando el olor a otoño ya empieza a impregnar el aire del verano anunciando su llegada poco tiempo después, alguien me regaló un paseo por el patrimonio, por el Patrimonio de la Humanidad.

Aquella mañana, cuatro personas subimos al viejo Renault 18 de Maxi y tomamos rumbo al Bierzo.

En aquella región fronteriza con la mágica Galicia, se encuentra el maravilloso paraje de las Médulas, que impregnado con la esencia del importante Imperio Romano, todavía narra historias de esclavos y soldados, de castaños y oro.

Aquellas fueron las minas de cielo abierto más importantes de la Antigua Roma, que explotó su riqueza extrayendo el oro que el interior de sus montes albergaba. Lo más curioso de aquellas minas era el sistema de trabajo que utilizaban para obtener el oro escondido entre sus tierras, construyendo depósitos en las zonas altas de las montañas, que al abrirse, daban rienda suelta a la corriente que arrastraba la tierra hasta la parte más baja, donde se hallaban los lavaderos.

Recorrimos los rincones de aquel lugar, caminando cuesta arriba y cuesta abajo, haciendo fotos sin parar, observando las galerías y las formas redondeadas de sus agujeros; visitamos la Encantada y después de un buen rato de expedición arqueológica tras las huellas del Imperio Romano, nos dirigimos al Mirador de Orella, donde la altitud nos desveló la maravilla en la que habíamos estado inmersos.

La estrecha carretera empinada que nos llevaba hasta el mirador, casi hizo desistir del intento al conductor, pero, por suerte, no lo hizo y una vez en el mirador, el contraste entre cielo y tierra nos sorprendió.

Mirando aquella maravilla milenaria que se extendía a mis pies, pensaba que también aquello era parte de mi historia, y sentía cierta satisfacción extraña al no poder compartir aquel momento con aquellas personas amadas que estaban lejos.

Los casi cuatrocientos kilómetros de canales que el agua habría labrado en la tierra, dibujaban su difuminada silueta en las laderas de los montes cubiertos de castaños, y aquel verdor contrastaba fuertemente con el rojo de la tierra, y al fondo, los Montes Aquilianos, y sobre ellos, el cielo.

Con aquella imagen en la retina, descendimos de las alturas.

Fue bonito, muy bonito, pero, ¿sabes qué? algún tiempo después, descubrí que Las Médulas aún escondía tesoros, pues, entre otras cosas, había pasado por alto el Lago Sumido, ¿me acompañas a visitarlo?

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La Pulchra Leonina

Mi mágico León: en el corazón de la ciudad de León, la catedral gótica de León:La Pulchra Leonina

La Pulchra Leonina

En los primeros albores del siglo X, en una época de luchas constantes ante el peligroso avance del imperio andalusí en territorio cristiano, el rey Ordoño II venció a los árabes en la batalla de San Esteban de Gormaz, en la cercana Soria, y como agradecimiento a Dios, cedió su palacio real para construir una catedral.

Allí, en el mismo lugar en que ocho siglos atrás se establecieran los edificios de la romana Legio VII Gemina, comenzó a construirse el edificio catedralicio que con el paso de los siglos, entrando ya en el siglo XIII, fue tomando esa forma tan depurada que caracteriza al gótico clásico francés, y de ese modo, su aspecto se asemejó más al de las famosas catedrales europeas que al de las ibéricas.

En su belleza limpia se alza, con una antigüedad disfrazada de juventud, la Catedral de Santa María de Regla. Al entrar, una amalgama de colores realza la luz que traspasa sus vidrieras, me encanta… ¡son tan bonitas!… uno tras otro, los ventanales de arco ojival se ven adornados por los intensos colores de sus cristales, y acaricia la luz, suavemente, su superficie, haciéndose cómplice de las propias vidrieras, y al penetrar el interior de los muros, otorga al monumento, ese cálido entorno que sus piedras le niegan con frialdad, y se impone, sobre la puerta que gobierna la entrada al templo, el bello rosetón que encandila con su mirada… Al fondo, el coro en el que tan ilustres personajes asentaron sus cuerpos asistiendo a ceremonias en latín…

Y me parece mentira que pueda visitarla en un silencio envuelto en soledad, como si a lo lejos aún se escucharan los remotos cantos gregorianos… pero unas voces detrás de mí interrumpen mis pensamientos, y por la entrada empiezan a aparecer jóvenes y no tan jóvenes vestidos elegantemente, con tacones, con corbatas, con vestidos y trajes de chaqueta, y al salir, una sorpresa me espera: blanca y radiante, como dice la canción, va la novia…

Una vez más, la Pulchra Leonina, envuelve, con su misticismo medieval, la belleza de una ceremonia de amor.

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La Catedral de la Montaña

Iglesia de Lois

Un día, sumergida en las imágenes de un libro de historia, descubrí una fotografía a cuyo pie se leía: Iglesia de Lois, León.

-«¿León?»- me pregunté, -«no me suena»-, y la siguiente vez que fui al pueblo, me presenté en la oficina de turismo de la capital a preguntar qué se podía visitar allí, y entre un montón de folletos y escuetas explicaciones, encontré, discreta, la imagen que había descubierto un tiempo atrás.

Como todo buen leonés, amante de su tierra, mi padre se ofreció, de muy buen grado, a llevarme hasta allí; y cuál fue mi sorpresa cuando, remontando el cauce del Esla, río arriba, en el Concejo de Alión, dirección a los espectaculares Picos de Europa, en la Montaña Oriental, tomando un desvío a mano izquierda, aparecía una angosta carretera en cuyo margen derecho discurría, apresurado, el río Dueñas, que alimenta con sus aguas al Esla, y al final de la misma…  franqueado por montañas, Lois.

Entramos en Lois acompañados por el alegre cantar de los pájaros que pueblan sus montes. La sensación era muy grata: no sólo el lugar denotaba ese carácter señorial que te transporta a siglos pasados, sino que el ambiente que lo rodeaba era impresionante, y las montañas parecían serios soldados vigilando que Lois no sufriera ningún percance y pudiera conservar la belleza señorial de sus calles y sus casas, de su iglesia y sus montañas.

Iba paseando por elegantes calles distraída, recorriendo con la mirada las paredes de las casas, encontrando en ellas los escudos de los cuatro Mayorazgos que tenían sede en sus tierras, sorprendida al descubrir la Cátedra de latín que durante decenios se impartió allí. Explicar qué sensación me embargó en aquel momento es algo difícil; era una mezcla de sorpresa y asombro, allí, escondida del mundanal ruido, pura y limpia como el entorno que la rodea, se alzaba, imponente, «La Catedral de la Montaña».

Me sorprendió descubrir una iglesia tan descomunal en aquel ambiente rural de montaña. Datada en el siglo XVIII, fue resultado de la colaboración entre los vecinos del lugar y la autoridad eclesiástica. Así, el obispo Rodríguez Castañón, originario del pueblo, se hizo cargo de los gastos, los vecinos aportaron materiales, en especial el mármol que traían de una cantera cercana y que le da ese tono rosado tan diferente; el que tenía bueyes, transportaba la materia hasta el lugar ayudando a cargar y descargar… y así, todos a una, dieron forma a la impresionante iglesia que conserva, en su interior, retablos, tallas, orfebrería y un precioso Cristo de mármol.

Después de aquella visita, aprendí, que, a veces, lo que menos esperas, es lo que más te sorprende.

¿Nos sorprendemos juntos? Vamos, todavía Lois, tiene mucho que contar.

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