Años y años pasaron desde aquel noviembre, allá por mediados del siglo pasado. Días y días de olvido, sepultando jornadas de labor, de sudores y lágrimas, de vivencias almacenadas entre alegrías y penas, donde la vida era dura y pura, donde costaba respirar aromas de libertad y, entre animales y plantas, se sentía que el dolor forma parte de la salud haciendo uso de su fuerza ante un nuevo nacimiento.
Meses y meses llenos de humedad, soterrando las experiencias de Oliegos bajo las aguas de un pantano edificado a la fuerza, con la ayuda del poder putrefacto de ejércitos de injusticia y soberbia, mas la libertad del corazón jamás permanece cautiva, y la perseverancia marca el sino del que ama, porque en el verbo amar está escondido el sustantivo lucha.
En el tren de los momentos dolorosos subieron más de un centenar, subieron a sus treinta vagones parados en Porqueros, destino a Foncastín, exiliando su rugido leonés a tierras vallisoletanas.
Atrás, escondido en un tiempo de tierras fértiles, de prados de regadío y secano, de ferreñales, de centeno, de colmenas y vacas, caballos, yeguas, cerdos, cabras… Atrás quedaron los olores a grano molido, a cerveza y a taberna de pueblo, de la Cepeda, de los de antes…
Atrás quedaron sus formas, adelante sus intuiciones, sus melancolías, sus recuerdos, su leyenda, la que no se olvida, la que la historia engrandece, bajo las aguas brillantes, bajo el pantano de Villameca, de vez en cuando asomando al aire, sobre la siluetas eternas de Oliegos…