Entre montaña y montaña aparecen los puertos y los valles, y en ellos, los senderos tantas veces recorridos por la trashumancia, por vidas de pastores y rebaños, de caminatas interminables para luego divisar la magnitud bellísima del mundo a los pies de la misma montaña que tanto costó remontar.
Entre colores llenos de vida y alegría, entre calores que salen del corazón bombeante repleto de energía, los pulmones vuelven a llenarse de ese aire limpio y puro que en la ciudad tan poco se deja ver, y brotan de los tallos verdes, las burbujitas de oxígeno que alimentan el espíritu, que, en aquellos lares, se siente más libre, aunque cautivo del cuerpo al que ha sido designado, más libre y más feliz.
Salir a dar un paseo que llene las horas del día, y descubrir, desde el mismo puerto del Espineo, como aquella sierra separa Luna y Gordón, tan vecinas, tan amigas, tan tranquilas y eternamente jóvenes, que no se preocupan por tiempos futuros, porque el futuro se construye a base de presente, ¿dónde está el futuro? Aquí, ahora, en tu cabeza, en tu corazón, en los planes, deseos y anhelos que viven en tu presente y proyectan su luz hacia ese mañana que ha de venir.
En la montaña central leonesa los quebraderos de cabeza desaparecen, porque más imposible parece subir una montaña a pie, y se hace; más increíble, alzarse sobre el puerto del Espineo y se hace, como en la vida que, al final, hasta la hora más larga, tiene sesenta minutos, así que… ¡ánimo! Que, a pesar del duro invierno, las montaña siguen en pie, llenas de luz y color.