¡La montaña es tan hermosa! tanto que a muchos nos gustaría poder desaparecer en ella al menos una vez cada cierto tiempo, y recorrer sus laderas, y observar los valles desde las alturas, con los pueblos pequeños salpicando suavemente la orografía del lugar.
La montaña es tan silenciosa y tranquila que vivir en ella hace que la propia vida absorba su serenidad y se pierdan las prisas y las angustias, y somos tantos los que desearíamos visitarla más a menudo…
La montaña es reina, y bajo su reinado el ser humano descubre el duro brazo del invierno que acompaña gran parte de sus días, y la risueña primavera que llena de calor y color sus praderas y recovecos.
La montaña es atrayente y, cuando de Babia se trata, también hipnótica y seductora…
Apenas un kilómetro separa un desvío del puente de piedra que recuerda el antiguo cenobio cisterciense que las monjas abandonaron siglos atrás a causa del frío, y un poco más allá aparece Cacabillo, Quejo y La Cueta, tres barrios formando parte de un único pueblo, tres pueblos que decidieron distanciar sus casas para aprovechar más y mejor las fértiles tierras que los rodean.
En la montaña hay valles y a veces, en los valles ríos, y en aquel valle de muros de piedra y tejados azules, el río Sil discurre, limpio y fresco, como siempre lo ha hecho; y lo hace sin preocupación mientras algún paseante se acerca desde el pueblo a contemplar su fértil vega y su rápido caudal.
Es primavera, es verano, y el verde y los colores de las flores salpican los valles…
Es otoño, llega el invierno, y la gruesa capa de nieve cubre con su fría pureza el colorido singular de otros tiempos.
En la montaña hay valles, en los valles ríos…
En Babia hay montañas, hay valles, hay ríos, monasterios e iglesias, en Babia está Cacabillo, Quejo, La Cueta… y en Cacabillo una ermita, y siguiendo un sendero discreto y sencillo, una laguna: la laguna grande.