En la montaña oriental leonesa, hay un lugar convertido en Meca, en templo repleto de respeto y recuerdos, vividos y no vividos, que no se hunde bajo las aguas del olvido.
En la montaña oriental leonesa, está el paisaje que un día descubrí en una foto antes de conocerlo en persona, un paisaje escondido tras un muro de hormigón en el que alguien escribió en letras rojas «DEMOLICIÓN»; pero el muro nunca llegó a demolerse, y tras él, se hicieron añicos las ilusiones y los sueños, las realidades tangibles con forma de casa y de calles, de hórreos e iglesias, de niñez y juventud, de vivencias e identidad, porque un pueblo es mucho más de cuatro casas viejas que todavía se tienen en pie.
Un pueblo, el pueblo, es aquel rincón que siempre está, el lugar al que vuelves una y otra vez, a veces más a menudo, otras menos, pero el sitio al que regresas porque en él se halla parte de la propia esencia.
El pueblo es el lugar donde han vivido generaciones y generaciones de los nuestros, de los buenos y de los malos, porque de todo hay en la viña del Señor; el lugar en el que los amaneceres parecen más luminosos y los atardeceres más coloridos, donde los ángeles se despiden con el astro rey y las estrellas se deslizan por el firmamento allá por San Lorenzo.
El pueblo es aquel sitio donde llevas chaqueta por la noche y, de vez en cuando, llegado el verano, todavía hiela mientras las estrellas salpican el universo de luz; el rincón donde las miradas no se cansan de llegar hasta el alma, aunque pasen los años y las situaciones cambien, porque en el fondo, tú sabes lo que sientes, y, muchas veces, aunque no haya palabras, desnudas la aparente indiferencia del otro y descubres que el cariño, si alguna vez lo hubo, sigue estando ahí.
En la montaña oriental leonesa, hay una parte de mi empatía llena de tristeza, aunque pasen los días y la realidad no cambie, aunque el dique de hormigón siga ahí, imponente, angustioso, con pocas ganas de venirse abajo y dejar libre al cautivo río Esla, que no cometió más delito que estar vivo.
Y vuelvo a Riaño una y otra vez porque no puedo volver a Pedrosa del Rey ni a La Puerta, Escaro, Huelde, Anciles o Salio. Vuelvo al nuevo Riaño, aunque no pueda volver al antiguo, al que sigue enclavado en el corazón de su valle, clavado en el alma de los valientes, de los que no se rinden aunque toneladas de agua sepulten sus siluetas y tierras, aunque mañana no vaya a desaparecer ese abismo gris llamado muro de contención.
Sigo escribiendo sobre el embalse, sigo escribiendo sobre el pantano, porque no hay futuro sin presente, ni presente sin pasado, porque lo que no está bien, sigue sin estarlo aunque pasen los años y paisajes diferentes acostumbren nuestro existir a realidades que nunca debieron estar ahí.
Sigo pensando en ese puente que aparece cuando el nivel del agua baja, porque, en aquel valle como en la vida, aunque se intente obviar lo evidente, aunque se desprecie la verdad, al final, siempre está ahí, siempre vuelve, siempre reaparece.